domingo, 24 de agosto de 2008

Ese inconcluyente día

El día en que mi perro empezó a hablar, nadie se sorprendió. Todos sabían que era un perro muy listo. Hasta te traía la pelotita cuando se la lanzabas, de forma incansable, continuamente. Vaya, que la gente lo admiraba, entre una mezcla de curiosidad y conmoción.
Por ese motivo, cuando relaté, preso de la emoción, el hecho tan mágico que había sucedido, mis conocidos y mis amigos acudieron veloces al encuentro de mi esperanza. Mi perro, confuso y a la vez orgulloso (siempre ha sido así), narró unos cuantos pasajes de El principito, confiando en que los invitados consiguieran apreciar el dramatismo que imprimía en su voz. Al finalizar el espectáculo, los aplausos recompensaron su esfuerzo, a pesar de que él alegó que sufría algún tipo de repentino cansancio y se retiró a su lecho, una cuna con estampados de pajarillos que le había prometido cambiar un día de estos.
Una vez me despedí de todos, me apresuré a acercarme a él para averiguar el motivo de su desvanecimiento.
-Es que, en realidad -me confesó meditabundo-. No creo que nadie haya entendido el verdadero significado de las palabras.
-Qué dices -murmuré-. ¿No has visto como te han aplaudido al final?
-Porque lo han escuchado todo. Pero no lo han oído.
Siempre me ha causado confusión ese tipo de razonamientos. Los de ver y mirar, los de oír y escuchar. En este caso, no conseguí zafarme de la espiral de dudas en la que me dejaba caer.
-Pero...
-Tú tampoco lo comprendes -repuso vehemente-. ¿De qué sirve hablar si nadie te oye?
Y, tras agitar las orejas y mover la cola, mi perro no volvió a hablar nunca más. Siempre ha sido un neurótico depresivo. Está claro que sí que sirve de algo hablar si nadie te oye. Al menos no te sientes solo, ¿no?

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